Con los años, el cristalino del ojo se vuelve opaco. Que se lo digan a mi padre que estas dos últimas semanas le han operado de cataratas en los dos ojos.
Parece ser que la susodicha lámina ocular tiende a la opacidad con el paso del tiempo, como cuando “x” tiende a infinito. Y claro, se pierde la nitidez, la claridad, la capacidad de definir líneas y contornos. La pérdida no es inmediata. Es progresiva, poco a poco: como el desgaste de la suela del zapato. Cuando te quieres dar cuenta, ya no te queda suela y acudes al zapatero del barrio con la ilusión de recuperar lo que se llevaron las caminatas por la ciudad. O por el campo.
Algo así pasa con el cristalino. Pero en vez de al zapatero, vas al oculista. Los años dejan atrás la claridad, la nitidez. Y llega el oculista y te pone dos cristalinos nuevos. Con el cambio, recuperas la luminosidad de las calles y la noche, la claridad de la atmósfera,… Lo que el tiempo se llevó con los años, lo recuperas en apenas unas horas. Y es entonces cuando piensas en el ojo cristalino, claro, meridiano. Y sales del oculista como cuando sales del zapatero: como un niño con zapatos nuevos.
Y si no, que se lo digan a mi padre.